Alguna vez, en la zapatería Andrea llegaron unas plumas con la serigrafía del logo de la marca, y una vez “por accidente”, al terminar el turno me llevaba una pluma de la empresa y la supervisora Marthita, una señora medio densa -a veces buena onda, por cierto-, la vio en mi camisa, la sacó y con una ceja levantada en su rostro me dijo que no podía llevármelo.
-Martitha, si no termino la vocacional por la falta de esa pluma, en su conciencia va a quedar ¿Eh?.
-Estoy segura que no va a ser por esa pluma Julio, respondió. Acto seguido nos reímos y proseguí a checar salida y a abordar el microbús
Al día siguiente, al término del turno, Martitha me encontró y me regaló una libreta con un ratón en la portada y una pluma azul.
-Para que no trúnques tus sueños por mi culpa, échale ganas y no se me 'agüite', me dijo y se fue. Supongo que por pena, porque me da la impresión de que dentro de su dureza había un ápice de remordimiento. Me quedé ahí parado y alcancé a agradecerle, aún con la sorpresa.
La sala de ventas de ese lugar guarda, desde aquella vez y para siempre una anécdota que no cambia al mundo, que a nadie le interesa demasiado, pero que hizo sonreír a un morro que, a veces, desconfía irremediablemente de las personas que no entienden su humor o su sarcasmo, pero que también confía en que las durezas de los corazones son capaces de ablandarse y demostrarse con el más mínimo detalle…
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